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Ressenya
Los hechos Nubla: el sonido que hay bajo las cosas
Marcelo Expósito. Barcelona, noche del martes 31 de marzo al miércoles 1 de abril de 2020
Per Autor convidat / Autor invitado
3.4.2020
Escritor de auténticos apócrifos falsos, cocinero distópico, alquimista urbano, compositor de preciosas bandas sonoras tenebrosas, ilustrador y diseñador gráfico sincopado, editor musical proliferante, ultralocalista barcelonés internacionalista del barrio de Gracia y, por encima de todo, músico tout court, Víctor Nubla no respondía (qué extrañeza dolorosa tener que corregirme para, mientras escribo, cambiar los tiempos verbales de presente a pasado) al tópico de creador multidisciplinar porque se trataba más bien de un indisciplinado. Sin duda más conocido por haber fundado un grupo que en esta noche gruesa ya es leyenda, Macromassa, junto con Juan Crek en 1976, su corpus de obra sonora es literalmente inabarcable, y dudo que ni él mismo, a pesar de su minuciosidad archivística, llevase la contabilidad completa de sus abundantes discos en solitario, grabados con sus grupos o mediante incontables colaboraciones; de las docenas y docenas de cassettes y CDs que editó y de las recopilaciones a las que contribuyó; de las —sin exagerar— centenares de piezas musicales que realizó y de los conciertos o actuaciones tan seguidas que, para ser rigurosos, deberíamos entender más bien que convirtió su vida en una continua performance sonora. Su bibliografía, que incluye La nueva música (firmado como Adolfo Marín, 1984), Los hechos Pérez (escrito con Juan Crek, 1995) y Tratado sobre los frenos (1997) se compone de más de 20 títulos aparecidos en muy diversos formatos y de ni se sabe cuántos artículos en todo tipo de medios diseminados con diferentes heterónimos. No puedo ni imaginar cuál debe de ser la cantidad de su escritura inédita.
Víctor Nubla ha sido sin ninguna duda un gigante de la contracultura de este país. Muchos obituarios van a ensalzar en estos días su capacidad visionaria, su trabajo persistente de avanzada, su creatividad extraordinariamente innovadora y su empuje incansable por abrir caminos aun en los terrenos menos proclives. Pero sé que me van a molestar algunas loas a su figura que leeré en las próximas horas, aun siendo previsiblemente bienintencionadas y justas. Porque Víctor Nubla era creyente de dos doctrinas. La primera, que el trabajo importante en una tarea creativa consiste en producir un clima en el que algunos individuos pueden destacar, pero su importancia personal no reside en ser únicos sino en su capacidad para concentrar las energías colectivas potenciando desde ahí, en reciprocidad, al conjunto de su entorno. Era una figura de escenio, el nombre con el que Brian Eno —de quien con Nubla hablábamos tanto— denominaba el genio no de un individuo sino de una escena colectiva. La segunda fe de Nubla era ésta: toda escena creativa que merezca la pena —y que a la larga influirá por haber desencadenado corrientes subacuáticas— se sostiene materialmente sobre la base del trabajo colaborativo en gran medida invisible y mediante la compartición de algún tipo de conocimiento semioculto. Mientras se construye la historia hay que ir dejando en ella rastros de carmín, tal y como lo dijo Greil Markus de una manera absolutamente precisa y bella. Por eso los halagos a Víctor Nubla —aunque nunca estarán de sobra— resultarán imperfectos si no se tiene en consideración que actuó siempre de acuerdo con esas dos creencias, si su explosiva trayectoria creativa no se relata también en su dimensión colectiva y a través de sus huellas secretas.
Antes de intentarlo yo mismo escribiendo a lo largo de esta noche, necesito expresar otro motivo por el que voy a odiar cualquiera de sus ensalzamientos públicos que me huelan a rutinarios: creo que Víctor Nubla sintió a lo largo de los años que era presa de la incompatibilidad entre su apuesta por la cultura alternativa —llamémosla así— y su descontento por el insuficiente reconocimiento, una proyección que consideraba merecer a mayor escala aunque no siempre quisiera admitirlo. Pienso que lo sufrió de manera íntima, como si sintiera toparse en su trayetoria con una especie de techo de cristal. Y por este motivo siempre, siempre se quejaba en las distancias cortas. Víctor Nubla ha sido de las personas más quejosas que he conocido. Muchas veces con razón. Pero adonde quiero llegar ahora es a esto: esa vida contradictoria le hizo atravesar muchas veces una precariedad cotidiana y una limitación de recursos para ejecutar sus ideas de forma más desahogada que, aun habiéndolas elegido como modo de vida, Nubla no se merecía. Por eso voy a detestar los enaltecimientos que en la práctica ya no le sirvan.
En uno de sus momentos más apurados fue cuando lo conocí. Era el año 1986. Xabier González y Marian Ortega organizaron en Tolosa (Guipúzcoa) con su colectivo Bosgarren Kolektiboa el primero de varios encuentros anuales sobre vídeo de artistas y muzak-crash. Yo subí desde Madrid y desde Barcelona acudieron tres personas a quienes ya entonces admiraba en la distancia: Víctor Nubla, Juan Crek y Antón Ignorant. Macromassa estaba renaciendo entonces: tras un largo paréntesis forzado por el robo en 1980 de su histórico instrumental (los audiogeneradores Duy y un teclado de ondas Martenot) publicaron en 1984 una de las obras capitales de la nueva música en España: El regreso a las botellas de Papá Nódulus. Dado el enamoramiento grupal que nos produjo aquel encuentro, en lugar de regresar a Madrid salté improvisadamente a su furgoneta en dirección a Reus, donde Macromassa daría un concierto en La Fábrica organizado por Francesc Vidal y Montserrat Cortadellas, exmiembros del colectivo S.I.E.P., dos almas incontenibles que empezaban a editar la revista Fenici, una joya todavía por rescatar de la que Nubla fue compañero de viaje. El final de ese trayecto me condujo a Barcelona. Fue la primera vez que pisé esta ciudad.
Barcelona era durante la segunda mitad de los años ochenta un territorio nervioso donde se acumulaba una creatividad explosiva pero que también estaba excavado por un hormiguero sin mapas. Una ciudad en la que, saliendo de casa y una vez en la calle, no se podía predecir cuándo uno regresaría... ni adónde, porque ese ritmo metropolitano excepcional se vivía como una “ficción romance”, que es el nombre con el que Nubla bautizó en 1989 un LP en el que recopiló tal número de bandas efervescentes que resulta difícil creer que coexistieran durante un periodo tan corto: Gringos, La Fura dels Baus, Jumo, Macromassa, Claustrofobia, Zush-Tres... Hago en este instante un esfuerzo de memoria improvisado, llueve suavemente al fondo de la noche y me asombro de la secuencia de recuerdos que me alumbran como relámpagos. Los largos ensayos nocturnos de Macromassa y Matavacas —el grupo de Leo Mariño con la Beth y el Vicious— dentro del faro de Barcelona. El hipnótico concierto de la Bel Canto Orquestra de Pascal Comelade en la Plaça del Sol con las terrazas llenas un soleado domingo por la mañana. Las epatantes actuaciones de Macromassa en el KGB con el dúo Zum-Zum de los artistas Xavier Manubens y Joan Raventós cenando sobre el escenario. Las inauguraciones frecuentes o los eventos multidisciplinares de artistas visuales y músicos en Transformadors, Zeleste, el Otto Zutz Club, el Piano Bar o el Café del Sol. Las improvisaciones enloquecidas de Enric Casasses, Carles Hac Mor, Ester Xargay y otros poetas radicales a la hora de cerrar el El Otro, el Elèctric o cualquier bar de los habituales.
Pero lo que tengo de veras inscrito en la piel y añoro de Víctor Nubla son las horas, las semanas, los meses de vida cotidiana en los años ochenta de la Vila de Gràcia. En los primeros tiempos de nuestra amistad aprendí y jamás he renunciado a reproducir su manera de compaginar una existencia llena de aquellos momentos tan radiantes que acaban pareciendo mágicos con una vida cotidiana a ras de tierra. Las noches encadenadas escuchando a Can, Neu!, Magma, Gong, Henry Cow o Soft Machine. Picotear en su biblioteca y su archivo de cassettes o materiales gráficos. El desvelamiento paulatino de sus tesoros personales: las primeras copias del Darlia microtónica y El concierto para ir en globo de Macromassa aparecidos en 1978, los dos primeros discos independientes autoeditados por un grupo musical en España. Las largas jornadas instalado en el Laboratorio de Música Desconocida, la habitación al fondo del patio del limonero. Las sesiones de cocina con cannabis u hongos mexicanos. La convivencia al principio con la eternamente jovial, irrefrenablemente creativa, imbatiblemente inteligente Katy Phipps y con Hortensia Pool, la perra de elegante perfil egipcio que cantaba en el LP Macromisa de 1997, casi siempre malhumorada y que sólo respetaba a Juan Crek porque la agasajaba con yogures. Las tardes de merienda en casa de Crek, Fina y Adrià. Las conversaciones caminadas siguiendo el recorrido esotérico de las plazas de Gracia que Nubla había publicado en la revista de las fiestas del barrio en 1984, trazando a través de ellas sobre un plano el inquietante diagrama de una cruz flanqueada por dos triángulos. Las mañanas de vermut y olivas en el Canigó u otros bares de la Plaça de la Revolució o la del Raspall pegando la hebra con viejos, gitanos, exiliados políticos latinoamericanos, músicos, escritores y artistas que atesoraban en conjunto todo el saber del mundo, bohemios que en algunos casos se convertirían después en los profesionales liberales que crecieron al calor de las Olimpiadas del 92, los futuros residentes acomodados de la Vila de Gràcia. Extraño mucho, Nubla, cuando me hacías comprar los discos inapreciables de Máquina! y Música Dispersa, la primera banda de Sissa, por un precio irrisorio en tiendas polvorientas. Y la manera en que introdujiste en mi vida sin aspavientos pero también sin descanso, compartiendo conversaciones íntimas y lúcidas, a tanta gente deslumbrante: el Gat y el entorno de los New Buildings, G3G y 4Sellos, el luminoso Guillem Castaño a quien vi atónito bajar por las Ramblas con Ocaña vestidos de gitana en la película de Ventura Pons, el precocísimo Eduard Escoffet, el imprevisible Sergi Caballero que un día se inventó el festival Sónar, los potentes Mabel Palacín y Marc Viaplana, Tres el aristócrata underground, el inquieto pero siempre tranquilo Claudio Zulián y los cuidadores Xavier Manubens y Maite Ninou que años después se convirtieron literalmente en mi familia barcelonesa.
Víctor Nubla estaba dotado de un sentido del humor indestructible, entre infantil y corrosivo. Pero lo combinaba con un particular genio huraño. Cuidador a su manera, la generosidad que emanaba de su tendencia natural a enseñar y transmitir se convertía en ocasiones en un paternalismo con sus discípulos con el que resultaba difícil de negociar. Fue un hombre de amistades profundas, fieles y constantes en las que sin embargo interferían paréntesis de alejamiento o dificultades de comunicación. Me relacioné con él como con un padre frente al que en algunos momentos tuve que poner distancia. Los reencuentros nunca fueron sencillos, pero la música nos hizo siempre de agente mediador. Está amaneciendo, es ya otro día. A la luz tamizada de un cielo gris, me acuerdo de repente de la tarde de ayer. Hablaba por teléfono con Rubén Coll, editor de la Radio del Museo Reina Sofía, para pedirle ayuda en uno de los proyectos en los que me he estado concentrando durante estos días de encierro impuesto. Le contaba que me gustaría reeditar unos trabajos sonoros de los años ochenta, incluyendo una pieza soberbia grabada por Macromassa y Clónicos en 1990 durante un gozoso encuentro de creadores que Nubla organizó en el antiguo Centre d'Iniciatives i Experimentació per a Joves (CIEJ) de la Fundació La Caixa. Esa pieza es el Trac del espectador, en cuya grabación me invitaron a participar y lo hice muy modestamente leyendo unos párrafos de Juan Goytisolo. También intervino Katy Phipps. Le contaba a Rubén que llevaba días fantaseando con presentar esa edición en algún momento del año próximo organizando en Barcelona un concierto de Clónicos y Macromassa para reinterpretar ese tema, propiciando así un reencuentro que ojalá aceptaran hacer. Un encuentro en memoria de Antón Ignorant. Cuando colgué el teléfono pensé: en cuanto acabe esta cuarentena llamaré a Nubla para proponérselo, porque la música ha sido el instrumento del que muchos nos hemos servido para conjurarnos a pesar de todo. A esa misma hora, en ese mismo instante, de una manera extraña en unos tiempos confusos Nubla estaba dejando de existir. Si llegara a saberlo, bajo ningún concepto me consentiría que lo considere una casualidad, porque Nubla no creía en lo accidental. Si acaso, Nubla creía en el azar objetivo.
Cuánto me arrepiento de no haberte llamado antes, cuando quería contarte que estuve en el Hotel des Palmes de Palermo donde se produjo la extraña muerte de tu Raymond Roussel y deseaba regalarte un libro que compré para ti: el estudio de las actas de su fallecimiento por Leonardo Sciascia. Tampoco te llamé cuando pensé hacerlo desde Buenos Aires para contarte el sepelio de Toni y qué maravillosa es su bonita familia porteña, ni a mi regreso para proponerte viajar a Andújar y acordarnos de él junto a Rafael Flores, nuestro admirado músico-artista Comando Bruno. Querría haberte dicho que todavía conservo la fotocopia que me regalaste del acta de nacimiento de Macromassa y mi copia numerada de vuestro antiguo y delicado fanzine Ciertamente cuándo y por qué. Que todavía imito al escribir a mano tu forma de mezclar mayúsculas y minúsculas. Que en los momentos descorazonadores por mi hartazgo de tanta gesticulación e individualismo me he aferrado a lo que tú me enseñaste: que el sonido que importa es el que hay bajo las cosas. Pero ahora esta mierda de cuarentena no me permite salir de casa ni para despedirme de ti ni para abrazar a quienes compartieron conmigo el amor y a veces las dificultades de relación con nuestro amigo, Víctor Nubla. Maldita sea, cuánto dolor esta noche. Adiós, mi maestro. Te voy a querer siempre.
Marcelo Expósito