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En la antigua Roma se conocía como mundus muliebris a todo aquel adorno –asociado a lo femenino– por medio del cual la mujer se embellecía. En este breve ensayo publicado por Acantilado, Marc Fumaroli analiza los últimos años del Ancien Régime a través de ese «mundo femenino» encarnado, por supuesto, por la corte de María Antonieta y su retratista oficial, Élisabeth Louise Vigée Le Brun.

Vigée Le Brun era hija de padre pintor y, además, esposa de un marchante de arte, hecho este último que la hacía candidata inaceptable en la Academia de pintura y escultura. Sin embargo, en 1783 la pintora fue admitida gracias al favor de la reina, oportunidad que le valió poder exponer en el Louvre –junto a la también académica Adélaïde Labille-Guiard– su propio autorretrato mostrando los atributos de su oficio.

Pese al éxito que tuvo la pintora incluso después de haberse exiliado para evitar la guillotina, la mala reputación de su principal mecenas afectó a la recepción de su estilo, asociado aún a lo rocaille, entonces considerado ya decadente frente a la soberbia «a la antigua» del neoclasicismo. Fumaroli analiza cómo, desde una óptica misógina, quisieron ver en su obra una representación de ese mundus muliebris que, a través de María Antonieta, pero también de sus retratos, acabaría por corromper, a base de feminidad, desde Versalles a toda la nación.