Res com un bon llibre

Pròleg: Andrés Trapiello

Editorial: Comares

Pàgines: 400

Any: 2008

EAN: 9788498363890

26,00 €

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Los franceses, tan amantes de una España cigarrera y arrebatada y de una cierta idea de lo negro nuestro (afrancesando a su modo los toros, las castañuelas y la Virgen), jamás han transigido ni digerido al más genuino de los españoles, a aquel que nacido de la España más negra estaba llamado a encontrar en ella, como en un pozo muy hondo y cervantino, su venero más puro, claro y limpio. Sí, José Gutiérrez-Solana es mucho Solana para los franceses, que acaso por eso han dejado sus pinturas en los sótanos de sus museos como en su día las condenaron aquí a las “salas del crimen”. Pero no fue Solana hombre que midiera el mundo par rapport à soi même, bastándose a sí mismo sin embargo para mirar el mundo. "Todos los pintores de Montmartre han suprimido el negro de la paleta y pintan con colores chillones. Por eso el París negro, el de las casas ahumadas, está por pintar todavía", anotará en estas páginas. Diríase que ese París, que no vieron ni Baudelaire ni Benjamin, le estaba esperando a él. Pero a diferencia del que estos nos relataron, el de los simbólicos pasajes o el de los bulevares iluminados, todavía existente hoy (un París "moderno, lleno de casas hermosas, que para nosotros no tienen interés", dirá también nuestro pintor), el París de Solana desapareció hace mucho, tras la guerra, sin dejar huella. Un París, arrabalero y solitario, de chamizos y desmontes, de callejuelas y patios tenebrosos en los que, al igual que en Lavapiés, tenían sus zaquizamís y chiscones el zapatero remendón o el talabartero. El propio pintor nos lo dirá:"El París antiguo era parecido a Madrid: el carro de la basura, los pregones callejeros, el aguador". Qué lejos todo esto del París proustiano, elegante y cosmopolita. A Solana el suyo le pone además contento, porque le hace sentirse en casa, al contrario que a otros escritores españoles exiliados por esas mismas fechas, como Azorín o Baroja, abrumados por la fatalidad del momento y el pesimismo. Nadie diría, leyendo estas páginas, que las escribió un refugiado que dejaba atrás su país en medio de una feroz guerra civil. Él es un vagabundo, uno más de esos clochards que tanto le atraen y con los que comparte a menudo la botella de vino: como ellos es libre, y no tiene otra tribulación ni mayor alegría que la de la supervivencia diaria. Nadie más ligero de equipaje que el escritor de este libro en aquellos años, viviendo en el Colegio de España, pintando y ruando una ciudad que acaso ni los franceses reconocerán ahora como suya, con sus "judíos de cara macarrónica" y sus "perros marrulleros" metiendo el hocico en montones de porquería de olores detonantes, con su Sena majestuoso y sus humanizados covachuelistas. A los parises canónicos (de Baudelaire y de Benjamin, pero también de Rilke o de Jean-Paul Fargue, de Brassaï, de Cartier-Bresson o de Kertész) ha de sumarse hoy este viejo París solanesco como una fantasmagoría lírica. Es el París de alguien capaz de redimir mirando aquello que nadie quería antes mirar, por irredento. Decía Balzac, a propósito de su Comedia, que llevaba toda la humanidad en la cabeza. Podemos asegurar que Solana, antes de llegar a cualquier parte, la lleva ya en su corazón. Y cuando llega ni siquiera la ve, sino que la reconoce. Y como el buen samaritano, la socorre y la pone de nuevo en pie, restañando en lo posible las heridas que la vida le ha inflingido. Andrés Trapiello
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